Hace 500 años los nativos llamaron a esta tierra Quauhtlemallan, ‘lugar de muchos árboles’. El conquistador Pedro de Alvarado castellanizó el nombre a Guatemala. Si yo pudiera rebautizarla la llamaría Guatemagia, porque es un país que seduce, cautiva y hechiza a partes iguales al viajero más intrépido.
Anventuhero se adentra en Guatemala, el corazón del mundo Maya
Ana y yo aterrizamos de noche en Ciudad de Guatemala. Eran finales de noviembre y el calor que nos recibió contrastaba con el frío que dejamos atrás en Madrid. En el cinturón de América todo el año acompaña el buen clima. Nos aconsejaron no gastar demasiado tiempo en la capital, consejo que hicimos nuestro y tras recoger las mochilas nos montamos en el taxi de Giovanni, dirección a Antigua, primera parada del plan.
Nuestro conductor de nombre italiano tenía cuarenta y dos primaveras y cinco hijos, el más joven de cuatro años y el mayor de veintiséis. El centro de la ciudad generalmente estaba infestado de coches y gracias a ser tarde nos libramos del ‘tranque’, (tráfico en la lengua autóctona). Tras las ventanillas veíamos vehículos que por seguridad tenían todas las lunas tintadas para que no se pudiera ver si el conductor iba solo, había poca iluminación en la carretera y una humedad que traspasaba las puertas del taxi. Giovanni nos habló de las maravillas de su país, nos aconsejó no salir a la urbe tras la caída del sol, nos explicó que en los alrededores de Antigua había varios volcanes en activo y su favorito era el Volcán de Fuego, que sólo pudo ir una vez a las ruinas mayas del Tikal, y que soñaba con volver…
El trayecto de poco más de una hora se pasó volando. Le pagamos con 20 dólares americanos y por fin dimos con nuestros entumecidos cuerpos en el acogedor Mesón de María.
Antigua
En el centro de América amanece temprano. A las 5:30h los primeros rayos arañaban el alba tras la cordillera que rodeaba el valle donde se asentaba Antigua. Nos dimos una ducha tibia, desayunamos pan con mantequilla y tortitas de maíz, y subimos a la azotea de nuestro edificio para gozar de sus vistas.
Volcanes recortando la cordillera que en 360º rodeaba el epicentro de la ciudad, la luz de la mañana bañando con cálidos colores fachadas rotas, tuk tuks y coches viejos traqueteando sobre el empedrado de las calles y según pasaban los minutos aparecía más y más gente que salpicaba de miradas curiosas y cálidas sonrisas cada rincón.
Fuimos a uno de los bancos de la plaza central para cambiar la moneda, pero nos avisaron que en pocos sitios comprarían euros. Es importante cambiar el dinero antes de llegar a allí, o sacar directamente dólares en un cajero automático que esté vigilado las 24 horas porque hay muchos que están trucados para copiar la tarjeta de crédito. Nos hicimos con suficientes quetzales para olvidarnos por unos días de este trámite (al cambio 100 GTQ equivalen a unos 11 €) y salimos a recorrer cada secreto de la históricamente conocida como La Ciudad de Santiago de los Caballeros.
Arquitectura barroca en estado puro, puestos ambulantes de fruta en cada acera, tonalidades rojizas y amarillas en cada casa que se levantaba sobre roca y adoquín, limpiabotas, restos de iglesias católicas, familias enteras disfrutando en los parques, las mejores procesiones de Semana Santa de América, enérgicos grupos de colegiales y un arco color crema (que estaba en proceso de reconstrucción) con un reloj en lo alto como postal más reconocible.




Las horas pasan rápido cuando estás perdido en la belleza de un entorno que miras por primera vez. Nuestros estómagos comenzaron a rugir y paramos a comer en la Fonda de la Calle Real. Comenzamos con el festín reponedor de fuerzas con un plato exquisito típico de Guatemala, el pepián: un guiso de pollo y especias tostadas acompañado de tomate y chile. De segundo continuamos con la cocina guatemalteca y probamos el tamal, un plato que cocinaron al vapor, con base de masa de maíz relleno de carne, vegetales y más ingredientes que no supe identificar, envuelto en hojas y con un tarro de salsa picante. El sabor era algo insípido para mi gusto, pero no dejamos ni uno en la mesa. Además, lo acompañamos con un delicioso queso de cabra fundido untado en pan crujiente.

Volcán Acatenango
Asumir los 4.000 metros de altura y hacer cima en el tercer volcán más alto del país es uno de los principales atractivos de los enamorados al trekking, a la aventura y a las buenas vistas que ofrecen los alrededores de Antigua. Eso sí, hay que estar bien preparado físicamente porque es una empresa dura, muy dura.
Volvimos a madrugar y encontramos una pequeña agencia local que nos ofrecía vivir la experiencia completa por 90$: dos días y una noche perdidos en los senderos del volcán y dormir en tiendas de campaña en el campo base. Además, nos dejaron ropa de abrigo para utilizar en los tramos finales del ascenso. Nos avisaron que en el pico de la montaña hacía un frío gélido. Te aconsejo llevar ropa térmica, guantes, gorro, mallas, orejeras, botas… todo lo que combata el frío. Y mucha, mucha agua.
Nos montamos en un viejo autobús con 15 intrépidos más de varias nacionalidades. Nos dieron una bolsa de plástico con comida. Pensaba que era el desayuno, pero significaba todo lo que íbamos a comer durante los dos días.
Una hora y media serpenteando a través de las montañas y a las 10:30h llegamos a La Soledad, el pueblo donde comenzaba el camino. Varios autóctonos nos esperaban con palos de madera que ofrecían como bastones a cambio de pocas monedas. Nos arrepentiríamos durante las siguientes 48 horas de no coger uno.
No había más carretera, estábamos a poco más de 2.000 metros sobre el nivel del mar y nos esperaban 1.500 de ascenso hasta el campo base a los que teníamos que hacer frente sobre nuestras botas.
Allí conocimos a Walter Alexander Ordoñez, autodenominado ‘el mejor guía de volcanes de Guatemala’. Con sólo 23 años, desde los 8 comenzó a mimetizarse con la montaña. Ha ascendido el Acatenango 1.900 veces y más de 500 el Volcán de Fuego. Conoce cada montículo, cada piedra, cada rugido.
Me considero deportista y confieso que sufrí las primeras horas hasta que paramos a comer. Todo el grupo se sentó en silencio a descansar los 20 minutos que dedicamos a retomar fuerzas. La temperatura iba descendiendo con cada paso, de ir en manga corta pasamos a la sudadera. Seguimos el ascenso hablando con nuestro guía y nos contaba varias historias que rodeaban al Acatenango y explicaban lo duro del camino. En enero de 2017 fallecieron 6 turistas por hipotermia, no era ninguna broma.
La frondosa vegetación del comienzo dejaba paso a tierra árida cada vez más oscura según avanzábamos. Sobre las 16:00h llegamos a las tiendas de campaña. El Volcán de Fuego nos sorprendió tras la última ladera y nos dedicó una gran erupción como bienvenida. No queríamos quedarnos tan cerca del cráter, y a la vez tan lejos…
Hablamos con Walter y junto a cuatro montañeros más, le pagamos un extra para que nos dirigiera al ‘punto permitido más cercano al agujero donde emanaba la lava’. Nos avisó que nos esperaban dos horas más de ida y otras dos de vuelta, pero no lo pensamos dos veces.
Sentíamos cómo temblaba la tierra, el sonido con cada explosión de fuego era ensordecedor. Había escarcha en las hojas de los arbustos y el viento conseguía que nos tambaleáramos sobre nuestras cansadas piernas.
A pesar de los guantes, casi no sentía las manos. Y a pesar del gorro, tampoco notaba las orejas. Aún así, tras algo más de dos horas, y antes de que cayera el sol, esta imagen hace que merezca la pena todo lo sufrido por llegar hasta allí…
A pesar de la maravilla y de lo sobrecogedor del espectáculo, nuestros cuerpos nos pedían a gritos volver al campamento base. De un plumazo se hizo de noche, y encendimos las linternas de mano y de nuestros móviles. Llegamos al campamento cinco horas más tarde y sin aliento. Pero satisfechos por haberlo logrado.

Eran más de las 21:00h y nos sentamos alrededor de la hoguera para cenar sopa mezclada con agua caliente y fruta. Casi 12 horas seguidas caminando, y a las 4:00h nos volveríamos a poner en marcha para llegar a la cima del Acatenango.
Pasamos la noche en la tienda de campaña apostada enfrente de las erupciones del Volcán de Fuego. Es una experiencia inexplicable despertarte cuando se mueve la tierra con los temblores que causaba cada erupción. Abrir la cremallera y ver este espectáculo no tiene precio.

Tras una noche que me pareció un suspiro, Walter nos vino a despertar y nos avisaba que había que ponerse de nuevo en marcha. Una hora y media de dura subida inmersos en la total oscuridad. Un sendero de linternas se abría paso hasta la cima y el mar de nubes a nuestros pies nos demostraban que estábamos un poquito más cerca del cielo.

Un punto privilegiado donde el inmenso y helado cráter del Acatenango, la lava del Volcán de Fuego, al fondo las luces la ciudad de Antigua y el azul del Pacífico nos dieron los buenos días.

Bajar fue pan comido. La arena volcánica te permite surfear sobre la ladera y comparado con el ascenso del día anterior, descender fue una bendición.

Gracias Acatenango, gracias Fuego, gracias Walter y gracias a Guatemala por regalarnos una experiencia tan dura como inolvidable.
Lago Atitlán
Al día siguiente cogimos una de las muchas furgonetas que se llenan de extranjeros que visitan los puntos más famosos del país. En poco más de cuatro horas llegamos a Panajachel, una de las localidades más conocidas alrededor del lago Atitlán. Tiene una larga calle céntrica donde podrás comprar todo tipo se suvenirs y restaurantes con el precio inflado para turistas. Es fácil conocer a barqueros que te aseguren un día completo en su bote descubriendo los pueblos costeros por buen precio.
Virgilio, un hombre curtido en mil mares y con una sonrisa en la que era fácil confiar, nos prometió que nos iba a enseñar los mejores lugares alrededor de Atitlán.
Cenamos algo de pasta, tortitas de maíz y un delicioso batido de chocolate.
Atitlán significaba ‘entre aguas’ y era un lago sagrado en América Central. Dicen que proviene de un cráter prehistórico, y que había una isla maya en el centro que quedó sumergida para siempre. Alrededor se levantaban el volcán Atitlán, Tolimán y San Pedro, bordeando los casi 20 kilómetros de longitud de la laguna.
Quedamos al amanecer con Virgilio. Nos llevó al puerto y subimos a su barco. Uno bastante grande y cuidado, sólo para nosotros. Alrededor de la laguna había varias poblaciones que merecían una visita.
Nos dio tiempo a ver Santa Cruz, San Marcos y San Juan. Todos los pueblos alrededor del lago eran similares, con grandes cuestas, hostales con preciosas vistas y tuk tuks conducidos por adolescentes que ansiaban llevarnos al pico más alto a cambio de un puñado de quetzales.
Cruzar el Atitlán en un bote es algo que te recomiendo siempre. Eso sí, cuidado con el viento. A nuestro drone le costó luchar contra el ‘Xocomil‘, que significa el ‘viento que recoge los pecados’. Es un aire huracanado famoso en la zona por levantar repentinamente olas y remolinos con los que es difícil lidiar.

Sin duda, para nosotros el lugar que más mereció la pena fue San Marcos. Es el que tiene más vida, más colorido y un magnífico mirador donde los mayas hacían rituales sagrados y arrojaban los cuerpos sacrificados al lago.


Atitlán, tampoco te olvidaremos.
Guaaaaauuu,Ana y Alejandro, q viaje mas impresionante!!!increíble!!apuntado como dentro de los viajes que hay q hacer. Un saludo!!
Pues todavía queda la segunda parte. Recuerda que lo mejor siempre está por llegar! Un abrazo y a viajar! 😀
¡Si María!, fue un viaje impresionante, apuntalo, recomendable al 100% y más aún… ¡viajando con Aventuhero! ;).
El post es fiel a la realidad de la experiencia en Guatemala, o como dice su autor «Guatemagia».
Muchas gracias!
Pero creo que el post se queda corto!
¿volvemos? 😛
Muchas gracias!
Pero creo que el post se queda corto!
¿volvemos?