Alberto y yo nos enfrentamos ante otra apasionante aventura. Si Vietnam estaba de moda tenía que ser por algo, y lo queríamos descubrir.

Para viajar habíamos elegido julio y confiamos en que el sol asiático se dejara ver y el monzón nos diera una tregua. Nos subimos al avión y comenzamos a relamernos con todo lo que nos esperaba. Hasta llegar al destino, nos quedaba un puñado de horas que se pasarían ‘volando’.
Vive la aventura completa con nosotros!!
Vayas las veces que vayas, Asia y Vietnam siempre sorprenden
Llegamos a Hanói…
…. y teníamos dos semanas para absorber lo máximo posible del elixir que ofrecía un país asombroso, más de 90 millones de habitantes en una lengua de territorio que bordeaba el este de Laos y Camboya de norte a sur. Albergaba una historia apasionante, un repertorio infinito de templos milenarios, paisajes naturales sobrecogedores y vida latente en cada centímetro cuadrado de su geografía. Esta fue nuestra ruta:

Aterrizamos y recogimos las mochilas de la cinta corredera. Nos subimos al primer taxi que encontramos aceptando el precio, seguramente inflado, pero estábamos demasiado cansados como para regatear. Llegamos a un discreto hotel en el centro, en la calle Nha Chung, cerca del famoso lago Hoan Kiem. En recepción cambiamos el efectivo por dinero local y enseguida nos vimos con un fajo enorme de miles de dongs vietnamitas, 15 € equivalían a unos 400.000 dongs.
Abandonamos el equipaje en una habitación austera, sin ventanas pero con una ducha y un par de camas, suficiente. Nos cambiamos de ropa y salimos a explorar la metrópoli más importante del país y no sabíamos por dónde empezar. Hanói es un hervidero de actividad las 24 horas del día.

Mientras, decenas de cientos de miles de motocicletas se cruzaban en todos los sentidos y nos obligaban a mantenernos alerta para no acabar atropellados.

Antes de empezar el itinerario, quisimos poner remedio al hambre que nos devoraba y fuimos a probar el plato típico de la ciudad, el Pho, una recurrida y deliciosa sopa de fideos de arroz y carne.

No sólo quise mimetizarme con la cultura culinaria, también me aventuré a probar el arte de la peluquería callejera. El peluquero no tuvo piedad, y entre la falta de comunicación y sus ganas por hacerme un «look de futbolista moderno», me dejó más que fresquito afeitándome los laterales de la cabeza. Con mi nueva imagen y el estómago lleno, salimos a enfrentarnos a un mundo nuevo para nosotros.

Pagoda Tran Quoc
Tras surcar el asfalto al ritmo del pedaleo de Kim, avistamos en la ribera del Lago Oeste una pagoda rojiza como faro de Alejandría, que prometía un bálsamo de tranquilidad entre el tráfico de la capital.


Llamada ‘Defensa Nacional’, era la torre budista con más tiempo en la ciudad, construida en el 545. Tenía once pisos, como los estados budistas que existían, custodiados por figuras de Amitabha, la rama que se practicaba en el este de Asia.

En el interior de la plaza donde se levantaba la construcción había un pequeño templo donde los vietnamitas hacían sus ofrendas a las imágenes que se almacenaban en un llamativo altar.
Palacio Presidencial
Seguimos explorando la cultura de la urbe y cruzamos otro entramado de calles abarrotadas de gente y humo para visitar el Palacio Presidencial de Hanoi.

En 1954 los vietnamitas expulsaron la presencia gala de su territorio y el edificio fue ofrecido al gobernante Ho Chi Minh, que rechazó vivir entre lujos y tres años después abandonó la estancia para habitar en la llamada Casa Zancuda, un pequeño hogar en el que pasó el resto de su vida.
Museo de Ho Chi Minh
Un lugar donde aprendí mucho sobre el antiguo presidente de Vietnam y la lucha por la independencia. Ho Chi Minh fue un auténtico Aventuhero: estuvo encarcelado, se reveló ante la opresión, viajó por infinidad de países y levantó a su pueblo ante la invasión extranjera. Países como Camboya o Rusia ocuparon un papel trascendental como aliados en la suerte del país ante las batallas contra Francia y EEUU.

Además, había un legado importante a Picasso. El Guernica y otras obras del maestro malagueño tenían un rincón privilegiado en el museo.
Museo de la Historia militar
Kim nos acercó al Museo de la Historia Militar. Los legados de la guerra eran un gran negocio en todo el país y al mismo tiempo servían para concienciar a la población de los duros episodios a los que se habían enfrentado. Lo más imponente era la ciudadela que rodeaba al complejo. Un fuerte protegía la zona y una gran torre de ladrillo soportaba una enorme bandera de Vietnam. Alrededor, decenas de carros de combate, aviones de guerra y armamento bélico demostraban cómo aún estando dormidos era fácil imaginarlos letales.

Barrio Antiguo
Caminar por unas calles que no he visto antes me obliga a abrir más los ojos. Me asombraba cómo niños sonrientes jugaban descalzos sobre charcos a escasos centímetros de cableado eléctrico enredado, motocicletas famélicas soportaban a familias enteras con mascarillas sobre sus bocas, la vida se retiraba cuando pasaba un tren que atravesaba la avenida, y cada vietnamita tenía un comerciante dentro para montar su puesto de noodles enfrente de su propio portal.

Las personas comían, cocinaban, bebían, comerciaban, conversaban, se cortaban el pelo, se hacían las uñas, jugaban a las cartas, cosían, vivían… en las aceras de las travesías.

Recorrimos otros puntos de obligada visita como la Pagoda del pilar único, un templo sustentado por una sola columna y descubrimos el Museo de la Literatura.
Lago Hoan Miem
Otro de los puntos con más magia de Hanói era el lago Hoan Miem, el hervidero de la ciudad donde los hanoienses se recreaban hasta el anochecer. Los fines de semana las avenidas que rodeaban a la laguna cerraban al tráfico y la gente hacía suyo el asfalto como improvisado escenario de canciones, de juegos tradicionales y pista de patinaje.

Noche en Hanói
Tras el crepúsculo fuimos a perdernos por las calles más animadas del centro de la ciudad. Comenzó a salpicar una lluvia cálida y nos refugiamos bajo los toldos de plástico de los muchos locales donde se mezclaban vietnamitas y turistas bebiendo cerveza y cenando arroz, fideos y carne.
Fuimos al Corner Beer y apagamos la noche bebiendo una Saigon bien fría.
Bahía de Halong, la bahía del dragón
Tras conocer el corazón de la capital, estábamos ansiosos por navegar en uno de los puntos más bellos del planeta. Era uno de los motivos principales del viaje, disfrutar en primera persona de un entorno paradisíaco de leyenda.
Desde Hanói, nos subimos a un autobús rumbo al noreste que en poco más de tres horas nos dejó en el puerto de la bahía.

Contaba la mitología que cuando los vietnamitas luchaban contra los invasores chinos en el mar, el Emperador de Jade envió a una familia de dragones celestiales que escupían joyas y jade para ayudarles en la batalla. Las lágrimas de cristal se convirtieron en los islotes de la bahía, que juntos formaron una gran muralla frente a los invasores. Así, lograron hundir las naves enemigas. Por eso ‘Ha Long’ significa ‘dragón descendente’.
Un capitán, cuatro miembros de la tripulación y un puñado de extranjeros compartimos una embarcación que iba a ser nuestra casa los próximos días.
La bahía era escenario de cientos de películas. Montañas verticales de paredes de piedra y cimas verdes que nacían de las aguas más profundas. Más de 2.000 islotes de roca kárstica esparcidos a lo largo de 120 kilómetros que creaban una atmósfera y un paraje de belleza inigualable.

Recorrimos el líquido elemento que estaba salpicado de medusas blancas, nos adentramos en kayak entre las grutas secretas de sus montañas, ascendimos a los montes más altos, descubrimos cómo se rescataban las perlas más preciadas y nos bañamos en sus playas perdidas.

Sólo por un atardecer así, merece la pena la odisea.

Hoi An
Hora de volver a tierra firme. Fuimos al aeropuerto con dirección Da Nang. Cogimos un taxi y nos dirigimos a Hoi An, una pequeña ciudad en la costa del mar de la China Meridional, que no llega a los 100.000 habitantes.
Hace 500 años, Hoi An era famosa por disponer del mayor puerto del sureste asiático, y fruto de ello se construyó un puente nipón que hoy días es la marca de la ciudad.

El único puente que está unido por un lado a una pagoda budista.

Nos alojamos en un hostal alejado del núcleo neurálgico, que se concentraba alrededor del río. Nos dimos una ducha fría para combatir el bochorno y cogimos dos bicicletas para salvar los dos kilómetros que nos separaban del centro. Comenzó a llover y la fina llovizna nos acompañó hasta que abandonamos la región.
Sobre las dos ruedas y nuestro pedaleo descubrimos una ciudad pequeña, con muchos turistas locales, y también bastantes mochileros del resto del mundo.

Las casas por las que pasábamos estaban muy cuidadas y se descubrían influencias de franceses y japoneses. Atamos nuestras improvisadas compañeras de viaje a una farola y recorrimos la ribera del río a pie.

Eran famosas las típicas lámparas asiáticas que colgaban de los cables que unían las calles, los viajes en las barcas en un vaivén infinito en compañía de marineros improvisados y mujeres que transportaban palos apoyados a sus hombros de donde colgaban víveres sujetos a los extremos.


Por lo equivalente a 3 € nos hicimos con unos tiques que nos permitieron visitar todos los pequeños templos de la ciudad y la recreación de sus famosas orquestas.

Mereció la pena ver las representaciones para comprender mejor su cultura y al caer el sol nos tropezamos con una exposición de arte callejero, donde se exponían cuadros asombros de una increíble artista anónima de Hoi An.

Cenamos en una terraza al pie del río, donde veíamos cómo la gente dejaba morir deseos que se reencarnaban en pétalos encendidos flotando sobre un agua en calma.
My Son
Estábamos saciados de pasear y empaparnos de la cultura más tradicional del país, queríamos volver a adentrarnos en los secretos que guardaban su leyenda. Directos a My Son.
Nos despertamos cuando aún era de noche y cogimos un furgón que tras dos horas y media de traqueteo nos abandonó en el verde y frondoso valle Hon Quap. Nos abastecimos con botellas de agua y nos adentramos en el epicentro de la selva.

Continuamos hasta llegar al fin del sendero, que desembarcaba en un amplio claro presidido por una enorme construcción de tipo hinduista, con grandes bóvedas, tumbas, muros derrumbados y columnas de ladrillo rojo semiderruidas por el paso del tiempo.
Desde el primer golpe de vista, estas ruinas me recordaron mucho a las de Angkor Wat en Camboya o Ayutthaya de Tailandia.

Los templos se levantaron hace más de 1.500 años pero los bombardeos estadounidenses fueron los responsables de haberlos dejado en ruinas.

Las influencias indias e indonesias afloraban en el alma de aquel recóndito lugar donde las protagonistas eran las llamadas torres Cham, divididas en tres partes: la base representaba la tierra, la central mostraba el mundo espiritual y la superior reflejaba el reino entre cielo y tierra. También había estatuas de Shiva y varios símbolos que honraban a la fertilidad.

Legendario, milenario y místico. My Son era otro de esos lugares que te transportan siglos atrás en la historia. Uno de esos pocos puntos del planeta donde desconectas del mundo y viajas en el tiempo.

Viajes dónde viajes, y viajes como viajes, para mí lo más importante siempre será la compañía.
Cada vez me gustan mas tus posts amigo. Ahora que…llámame loco pero…he echado en falta alguna mención a nuestra pericia con el gobierno de las canoas 😊
Como tu bien dices al final, lo más importante es el con quién y no el dónde. Un placer enooooorme viajar siempre contigo amigo!!!
Gracias amigo!! Hay cosas que no se pueden contar, hay que vivirlas! 😀
Claro que el destino es importante, pero la compañía, como dices, lo es todo. Por eso echa en la maleta un amigo de verdad, Viajes Carrefour y a descubrir el mundo!