En el corazón de África, una ruta de trekking puede convertirse en un viaje en el tiempo por la cultura de una de las etnias más desconocidas de Malí.
El País Dogón, al sur de Malí, se sitúa en una falla geológica, el acantilado de Bandiagara.
Una pared de piedra afilada que se extiende a lo largo de 150 kilómetros entre la arena y los baobabs que descansan a sus pies.
Una cascada ocasional, que aparece en la época de lluvias, rompe el encanto hipnótico del enorme risco color ocre. Del mismo color, entre las capas de roca del acantilado, se camuflan unas casas, pequeñas cabañas hechas con barro y paja.
Las diminutas viviendas pertenecieron en su día a los ‘tellem’, una etnia de baja estatura como los pigmeos, que habitaban estas tierras antes de la llegada del pueblo dogón, a finales del s. XIV.
‘Tellem’ significa ‘hombres pájaro o voladores’ y en algunas leyendas se les atribuye este poder sobrenatural, probablemente debido a su habilidad para construir viviendas en un terreno elevado, casi vertical. Poco se conoce sobre ellos, a los que los dogón se refieren simplemente como pigmeos, solo se sabe que desaparecieron tras su llegada. Desde entonces, estas casas colgantes que se ven de cerca en el ascenso al Bandiagara, permanecen deshabitadas, que no vacías. Los dogón transformaron el asentamiento ‘tellem’ en un cementerio flotante, donde entierran a sus difuntos gracias a un complejo sistema de cuerdas de corteza de baobab.
Los dogón, una cultura milenaria
Nos encontramos ante uno de los pueblos más antiguos de la humanidad. Proceden de las montañas Mandinga, de donde huyeron tras la llegada de los árabes que pretendían convertirlos al Islam. Para conservar su religión, basada en el animismo y el respeto a la naturaleza, tuvieron que dejar su tierra, y así es como llegaron a Bandiagara, donde se instalaron para bautizar con su nombre a este territorio. Hoy conservan casi intacta los ritos y costumbres de su religión original, aunque mezclada inevitablemente con el Islam. En las aldeas, las mezquitas construidas con palos y adobe conviven con la casa del hogón, el chamán o líder espiritual, que guarda muchas de las máscaras y estatuas propias de la religión animista.
De sus paredes cuelgan pieles de animales y objetos de artesanía, estatuas talladas que representan la fertilidad, las fuerzas espirituales y a sus ancestros. Estos pueblos cuentan también con unas construcciones de cinco o seis pilares de tierra cubiertas por un techo de apenas un metro. Es la Casa de la Palabra, un consejo donde los ancianos debaten y discuten los problemas de la comunidad. El techo bajo no tiene nada que ver con su estatura, no son tan bajitos como los pigmeos. La razón es sencilla: cuando las discusiones son acaloradas, los jefes tienden a levantarse, lo que caldea aún más el ambiente…pero si lo hacen se golpean con el techo. Esto garantiza discusiones pacíficas, que hacen más fácil llegar a un acuerdo.
Existe más de una veintena de aldeas y pueblos en la falla y sus alrededores. Todos ellos han sido nombrados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO por su valor etnológico y arqueológico. Para empezar la ruta por el acantilado, uno de los más recomendables es la aldea de Teli, a los pies del Bandiagara.
Un paseo por el pasado
La ruta nos lleva de Teli a la cima del acantilado en un escarpado itinerario que atraviesa la falla por una de sus brechas. Es recomendable contratar un guía local, pues su paisaje rocoso puede resultar confuso si no se conoce. En el camino descubriremos aldeas como Ende, Dondjorou o Bagnematoo y lugares sagrados que transportan a otro tiempo. El momento culmen de la ruta sucede al atardecer, cuando en una altiplanicie asistimos a la ceremonia de máscaras.
Las máscaras de baile son un buen ejemplo de cómo los dogón han conservado y cuidado sus costumbres ancestrales, aunque es cierto que se han convertido también en un entretenimiento para los turistas.
Representan animales y seres mitológicos y se decoran con conchas. Además de máscaras, los bailarines visten telas de colores vistosos y portan bastones y zancos en un espectáculo tan animado como místico.
El ruido del ‘djembe’ se mezcla en ocasiones con el sonido las mujeres que muelen el trigo de pie, gracias a un largo palo de madera y un mortero. Lo hacen de manera tan rítmica que parecen haber estado ensayando para sorprender a los aventureros, como los bailarines enmascarados.
Otro de los lugares con más misticismo se sitúa cerca del poblado de Shongo. Allí nos reciben unas pinturas rupestres en colores blanco, negro y rojizo. Es en esta gruta donde se practica el ritual de la circuncisión, que significará el paso a la madurez de los jóvenes entre 12 y 14 años que habitan en la región. En la cultura dogón se realiza una ceremonia animista y primitiva de la que poco conocemos.
A pesar de los trabajos de antropólogos como Marcel Griaule, autor de ‘Dios de Agua’, una etnografía sobre el pueblo dogón, y reporteros como el mítico Ryszard Kapuscinski, conocido por sus reportajes sobre África, su cultura sigue siendo todo un misterio.
La mejor forma de acercarnos a sus secretos es sin duda caminar por sus calles de arena y sus rocas escarpadas. Las respuestas se esconden entre los baobabs.