El pasado 1 de noviembre corrí el Maratón de Nueva York con mi marido, Lucas. Llevaba años soñando con ello y cuando sonó el despertador a las 5 de la mañana aún no me creía que mi sueño se fuera a hacer realidad. Iba a ser mi segundo major y mi séptimo maratón.
Aunque no comenzábamos a correr hasta las 9.50, el autobús nos recogía a las 6.15 en la puerta del hotel para llevarnos hasta la salida del Maratón (que está en Staten Island). Nos duchamos, nos vestimos con la ropa de correr y encima nos abrigamos bien para evitar pasar frío en las horas de espera. Metimos el desayuno en la mochila y nos fuimos al bus. En torno a las 7.30, ya desayunados, llegábamos a la zona de salida.
Ya desde ese momento estábamos muy emocionados: a cada paso los policías que se encargaban de organizar a los corredores nos deseaban suerte y no hubo una mala cara ni un mal gesto: todo el mundo estaba feliz, nos animaban y nos deseaban lo mejor. Era increíble pensar lo bien que estaba organizado: 50.000 corredores y ni un tapón, ni una interminable cola. Todo fluía con facilidad.
Tras pasar los controles de seguridad (súper estrictos) accedimos a nuestro corral de salida. Allí repartían bagels, café, chocolate, té, barritas, isotónico… ¡¡¡una pasada!!! Nos regalaron unos gorritos de Dunkin donuts que nos vinieron genial para combatir el frío.
A las 9 entrábamos a la zona de acceso al puente, dejamos la ropa que habíamos traído extra en los contenedores para las ONG’s que la recogen y nos dirigimos al puente con el chubasquero. A las 9.40, sonaba el himno y se notaba la emoción entre los corredores. Estábamos todos viviendo un sueño. Y pocos minutos más tarde, a las 9.50, daban el disparo de salida de la carrera y la canción New York New York sonaba a tope por los altavoces. No pude evitar que se me saltaran las lágrimas. Estar allí con Lucas era un sueño hecho realidad.
La carrera tiene un perfil duro, que se detecta ya en el primer kilómetro: una cuesta arriba durita para superar el puente Verrazano. Pronto nos encontrábamos corriendo por Brooklyn y la animación era increíble. Los gritos y aplausos eran tan fuertes que nos costaba escucharnos a Lucas y a mí cuando hablábamos. Los kilómetros iban pasando y a cada milla había avituallamientos… todo genial organizado. No había ni un tapón, ni una zona con demasiados corredores.
Los diferentes barrios iban teniendo diferentes tipos de público y de animación, desde grupos de rock hasta bandas de jóvenes músicos, grupos religiosos, animadoras… Bailé, canté, grité… jamás he disfrutado tanto en una carrera. Fui feliz a cada paso, a cada kilómetro. Compartir esta carrera con Lucas era lo mejor del mundo. Por otro lado, el hecho de no ir “a por marca” como en los anteriores maratones, hizo que pudiera permitirme disfrutar como nunca.
Y así fueron pasando los kilómetros, con miles de personas animando. Grupos y grupos de españoles desgañitándose a nuestro paso. Te llevaban volando. Yo tuve suerte de no tener ninguna molestia más que la que ya arrastraba en el isquio, que me torturó bastante a partir del km 25.
Fue en la entrada en Harlem, en el km 35, tras pasar el Bronx cuando de repente Lucas pegó un grito y se echó la mano a la pierna. Se le había subido un cuádriceps y no podía correr. Sin duda, la paliza de los días anteriores, que hicimos turismo sin parar (unido a la cantidad de agua que había bebido, probablemente demasiada para la temperatura de ese día) hizo que sus músculos se resintieran. Tampoco creo que le ayudara ir a un ritmo tan lento respecto a lo que está acostumbrado en los maratones… Total, que seguimos corriendo pero él iba cojo. Le había empezado a doler muchísimo la zona de la cintilla (donde ya estuvo lesionado el año pasado) y cada paso era un infierno. Aún así, siguió corriendo, con alguna parada intermitente cuando el dolor era insoportable.
Yo, a su lado, no hice más que animarle, pidiéndole que no se rindiera… A ratos estaba más animado, a ratos veía por su cara que el dolor era insoportable… Pero aguantó y poco a poco fuimos superando la última parte del maratón (casi toda cuesta arriba) y nos vimos en Central Park. Al final del mismo estaban mis padres, animando. Una pasada.
Nuestro plan era entrar en meta en torno a 3h45, para garantizarnos no sufrir. Finalmente, con tantas vicisitudes, entrábamos en meta en 3h58, 13 minutos más lento de lo planeado, pero felices por haber completado el maratón pese a las molestias de los últimos kilómetros. Con Lucas totalmente cojo recogimos nuestras medallas y nuestro poncho de finishers, y lentamente nos dirigimos al hotel con esa sensación de satisfacción que aporta completar un maratón.
Es una maratón dura, con muchas cuestas y unos puentes eternos, pero la animación no tiene comparación. Creo que, sin duda, es la más dura pero también la más bonita que he corrido. Como corredora amante de los maratones, pienso que es una experiencia emocionante que hay que vivir una vez en la vida. Sin duda.