¿Placer máximo? Viaja al sur de Italia y cómete un ‘brioche’ francés pero con helado italiano, mientras te deleitas mirando desde Salerno hacia la costa amalfitana.
Solo pensar en él se hace la boca agua. La masa –hecha con huevos, levadura, leche, mantequilla y azúcar– deja un apacible gusto en el paladar, ni salado ni excesivamente dulce. Es el ‘brioche’, un producto nacido en Francia que en sus inicios era solo privilegio de reyes y nobles. Con los años se popularizó y bajo a las esferas más humildes. El pueblo comenzó a comer ‘brioche’, y de los franceses pasó al resto del mundo. El dulce comenzó a extenderse y a disfrutarse en los lugares vecinos. Fue así como llegó a Italia.
Pero al sur del país, en Salerno, al ‘brioche’ francés quisieron ponerle apellido italiano. ¿Y que es marca y seña de la gastronomía repostera del país de la bota? Sin duda alguna el helado. En pocos lugares se puede saborear un helado artesano tan rico, tan cremoso, como en Italia. Así que ni cortos ni perezosos, los salernitanos decidieron coger el ‘brioche’, cortarlo por la mitad, y añadirle helado. Acababa de nacer el ‘brioche’ con ‘gelato’. Comiéndote uno es la mejor manera de recorrer la ciudad italiana de Salerno y de disfrutar de las vistas de la costa amalfitana.
El ‘brioche’ con ‘gelato’ de Salerno
Hay quienes dicen que la heladería Neptuno, en Salerno, fue la primera en servir el invento. En la Briocherie Barra (Via Martiri Ungheresi, Salerno) están especializados en este postre estrella. El local, regentado por Rosita Barra, es el resultado “de una historia familiar y artesanal”. Su padre, Ciriaco Barra, inició la actividad en 1961. Partía de cero, pero dispuesto, como destaca su hija, a levantar un negocio del que “sabía bien poco”. “Su dedicación, curiosidad e inventiva fueron abriéndole camino”, y en 1970 el negocio del ‘brioche’ ya había despuntado. La maquina que hizo los primeros ‘brioche’, adquirida en Alemania en los 70, es ya una reliquia. Lo que sí sigue intacto es el amor con el que los cocinan.
El padre de Rosita se jubiló en 2005, dando el relevo a su hija, a la que aún le da algún consejo. “Prácticamente empecé a caminar en la briochería; desde muy pequeña mi padre me enseñó a usar la pala”, recuerda Rosita, quien asegura que guarda “la custodia de un misterio”. Por ello, odia que la llamen “empresaria”. “Yo guardo el recelo de un oficio, soy una artesana que elige las mejores materias primas y las transforma en un producto terminado, y en lo único que persevero es en intentar hacer mi trabajo cada vez mejor”.
Qué ver en Salerno y en la costa amalfitana
El ‘brioche’ es seña propia de Salerno, y por eso comiéndote uno es la mejor manera de deleitarte de la belleza de esta ciudad marinera y de las vistas que te ofrece hacia la costa amalfitana. La ciudad es pintoresca y risueña, sin el turismo de masas al que suele asociarse Italia. Salerno es sinónimo de calma y tranquilidad. Su catedral, dedicada a Santa María de los Ángeles y al apóstol San Mateo, no tiene nada que envidiar a la de otras ciudades italianas. Via dei Mercanti es una calle de tiendas y casas antiguas que te traslada al medievo, mientras que sus zonas más comerciales te devuelven a la realidad. Es imprescindible darse una vuelta por el paseo marítimo, Lungomare Trieste, foco de estudiantes Erasmus y de una juventud impaciente y divertida que se aglutina en sus inmediaciones.
Desde el castillo medieval de Arechi se pueden contemplar las vistas de la costa amalfitana. Este litoral, aún casi intacto, es sin duda uno de los regalos de Italia, con pueblos como Atrani, Minori o Ravello. Acercarse a la isla de Capri y adentrarse en sus callejuelas blancas es también un buen plan en un viaje por el sur de Italia, y se puede llegar no solo desde Nápoles, sino también desde Salerno. Otra excursión imprescindible es llegar a la vieja Pompeya, donde el tiempo se detuvo cuando se enfureció el volcán del Vesubio el 24 de agosto del año 79. Un lugar en el que la cotidianidad de sus callejuelas de arena y los recuerdos de lo que en su día fueron hogares se confronta con la grandeza de restos como los del Templo de Apolo, el de Venere, el Foro Triangular, el Teatro Grande o el Anfiteatro.
De regreso a la costa amalfitana, la joya de la corona es Positano; un pueblo que se abraza a una roca casi vertical, diamante del litoral y de una luminosidad apabullante. Entre sus playas destaca la de Arienzo. De belleza extraordinaria, el aroma de sus calles te envuelve: huele a limones, que se cultivan en abundancia en la zona. Las subidas y bajadas constantes por sus callejuelas y escaleras, con parada obligada ante monumentos como la iglesia de Santa María Assunta, merecen la pena.