Manaos
Volamos desde Río, con escala en Sao Paulo y Brasilia, destino Manaos. Conocida también como ‘Cidade da Barra do Rio Negro’, ‘Corazón de la Amazonía’ o ‘La ciudad de los bosques’, Manaos significa ‘Madre de los Dioses’ en el idioma de la tribu indígena que poblaba el lugar antes de la llegada de los portugueses.

Aterrizamos a medianoche y descubrimos que el reloj marcaba una hora menos. Hacía una noche cálida y húmeda, una pista del clima que nos esperaba en la jungla.
En la sala de aterrizaje de un aeropuerto casi desierto había varios ‘cazaturistas’ ataviados con chalecos de exploradores, portaban fotos de los tours que ofrecían y carteles con nombres anglosajones de clientes a los que esperaban. A su lado, apartado, un chico joven vestido con camiseta rota, bañador y chancletas comprobaba si las fotos de una pareja que guardaba en su móvil correspondían con nosotros.

Era Josuel, el guía que nos habían recomendado. Poco más de 20 años y mirada perdida. En él confiaríamos nuestras vidas para pasar varios días desconectados de la humanidad perdidos en el corazón del Amazonas. En cuarenta y cinco minutos llegamos en coche a su casa, en el centro de la ciudad.
Edificios bajos, pintura desconchada en las fachadas, graffitis en cada muro, cableado pelado uniendo las calles y nadie caminando por las irregulares y agrietadas aceras. Era de madrugada y nos derrotamos en un colchón duro que disfrutamos como si fuera lujoso.
Josuel nos despertó al alba. Tenía todo listo. Desayunamos fruta tropical, tortitas y un zumo natural de guaraná, y tengo que decir que ‘lo que dicen de sus propiedades, funciona’.
Amazonas
Nos recogió un furgón y nos llevó al puerto principal de Manaos, donde desembarcan toneladas de mercancía de todo el país desde enormes barcos. También otras embarcaciones más pequeñas salen para perderse en la jungla.

Conocimos a una pareja de reporteros brasileños, Álvaro y Bruna, que llevaban un mes recorriendo el norte del país y se unirían a nuestra aventura. Subimos a una barcaza a motor que nos condujo al lugar donde confluyen el Río Negro y el Río Amazonas. Una frontera casi mágica que divide ambas corrientes. Comprobamos que el color marrón y negro se separaban por completo en una línea trazada casi perfecta. La temperatura de los dos ríos cambiaba radicalmente y mientras que en las profundidades del Río Negro no había casi vida, en el Amazonas abundaba. Era parecido a cómo convergen aceite y agua en un vaso, no se mezclan.

Desembarcamos en otro puerto, al otro lado, uno mucho más austero, sin asfaltar y con puestos de pescado donde podíamos comprar pirañas para el almuerzo. Había comenzado la ruta del Amazonas.

Josuel, Sara, la pareja de brasileños y yo nos subimos a un cuatro por cuatro antiguo, y en cuestión de una hora y media traqueteando por caminos embarrados nos dejó en una nueva orilla de uno de los ríos más famosos del planeta.

El contacto con la civilización era cada vez menor, sólo pudimos encontrar una tienda local con agua mineral, frutos secos y algunos plátanos. Fueron los últimos víveres que conseguimos antes de perdernos por completo entre la espesura de la arboleda.

Josuel nos dirigió a un nuevo trasbordo, debíamos subirnos a una canoa de madera tirada con remos y empujada por un antiguo motor de coche colocado en la parte trasera de la barca. A veces dudaba si iba a flotar con cinco personas y nuestras mochilas a bordo, pero asombrosamente la construcción repartía el peso a la perfección sin apenas tambalearse.

El camino era largo y Josuel comenzó a destaparse como un experto en la jungla explicándonos todo lo que veíamos, y lo que no veíamos, de lo que nos rodeaba en aquel asombroso paraje.

El río Amazonas es el más largo del mundo, con más de 7.000 kilómetros atraviesa suelo de Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Guayana Francesa, Surinam y Brasil, donde es llamado ‘Solimões’. Cuenta con la quinta parte del caudal fluvial del planeta. En sus aguas navegan delfines grises, delfines rosas, tortugas gigantes, pirañas, cocodrilos, boas, caimanes, anacondas… y un sinfín de animales salvajes que hacen que sea mejor respetar sus corrientes.
En sus orillas y adentrándose en la jungla, jaguares, perezosos, monos, serpientes, pumas, tapires, tarántulas… vigilan cada metro cuadrado, y todo tipo de vegetación tropical con millones de árboles y plantas medicinales decoran un paisaje que te hace sentirte pequeño, muy pequeño.

No hay otro ecosistema en el mundo con tanta diversidad de aves. Un 20% de las especies de pájaros del planeta se encuentran en el bosque del Amazonas.

Tras terminar el periplo subidos en la canoa, llegamos a un poblado recóndito y conocimos a una familia encantadora que vivía en una casa de madera construida por ellos mismos. No tenían agua corriente, ni baño. Hacía dos años les instalaron una red eléctrica que funcionaba dos horas al día, y vivían en una precariedad tecnológica que contrastaba con lo limpio y cuidado que tenían sus pocas propiedades. Las sonrisas que lucían y la felicidad que transmitían nos hechizaron desde el primer momento. No echamos nada en falta cuando el calor humano más honesto nos abrigó desde la primera mirada.

Nos prepararon el almuerzo para recuperar energías antes de llevar a cabo el asalto definitivo a la jungla.


Nos sentamos en una mesa rústica de madera, sencilla, con mantel de tela y tablas como asientos. Comimos fariña, un plato típico de Brasil que es una especie de harina amarillenta condimentada con sabor de cebolla y caldo de pollo. También tomamos pescado sacado del propio Amazonas y una ensalada de pimientos y tomates que cultivaban en su propia huerta.
Jugamos al fútbol con los chicos, la vocación de profesora de Sara hizo que conectara muy bien con Mirella, la más pequeña de la casa y con unos ojos que irradiaban una energía contagiosa, y el padre se prestó en todo momento a ayudarnos a movernos en un territorio que para nosotros era inhóspito. Gracias a una familia increíble que nos acogió con los brazos abiertos.

Por fin, encaramos el viaje hacia lo desconocido. Ya no habría más casas de madera, ni más poblados, ni más agua potable, ni electricidad, ni ruido de humanos más allá de nosotros mismos en cinco días completos y tres noches. Parece poco, pero se hizo tan intenso que parecieron semanas.

Sobre la misma canoa que nos llevó hasta allí, viajamos durante varias horas río adentro. Por el camino nos visitaron delfines grises que se dejaron ver expulsando agua a través de su espiráculo, nos topamos con un perezoso postrado en los manglares, los monos seguían nuestro paso escalando por las ramas y pescamos pirañas para la cena.


Alcanzamos un pequeño claro que Josuel vio perfecto para acampar. Sacamos de la barca los víveres que llevábamos con nosotros y cortamos leña para preparar el campamento.

Hamacas atadas a las ramas y cubiertas de mosquiteras, bajo una enorme lona de plástico para cubrirnos de la lluvia, iban a constituir una habitación de un millón de estrellas bajo la inmensidad de la selva. Hicimos una hoguera para la cena y preparamos las linternas, íbamos a hacer avistamiento nocturno de caimanes.
Cenamos pescado, arroz y pollo calentados en las llamas, y regresamos a una canoa que nos esperaba meciéndose amarrada en las raíces de los árboles que sucumbían bajo el agua de la orilla. Josuel se colocó el frontal de luz sobre la frente y nos explicó que los cocodrilos y los caimanes se quedan inmóviles cuando se les enfoca a los ojos.
Nos subimos a la barca y nos dejamos llevar. Era luna llena y la imagen era espectacular. Parecía un decorado perfecto plagado de lianas, de árboles y de troncos torcidos, de movimientos sospechosos bajo unas aguas llenas de nenúfares y algas, y el sonido de la vida entre la arboleda era más fuerte según se oscurecía la noche. Es una pena porque no conseguí captar con mi cámara una estampa que siempre vivirá en mi retina.
Nos movíamos a golpe de remo, movimientos mansos sobre las aguas que nos hacían deslizarnos suaves sobre la corriente. De repente, Josuel introdujo su mano bajo el agua y sacó cogido del cuello un pequeño caimán, de unos 50 centímetros. Nos explicó cómo funciona su doble lente, que le permite ver debajo del agua y fuera de ella con una nitidez excepcional. Era un espécimen particular, no tenía lengua y significaba que sólo podía tragar la comida fuera del agua. Después, nuestro intrépido guía nos sorprendió hipnotizando al pequeño caimán sobre el remo…

Hay que decir que en ningún momento lastimó lo más mínimo a ningún animal (si no era para comer) y respetaba absolutamente a la madre naturaleza.
El chico tímido con chancletas que nos recogió en el aeropuerto había demostrado que era la persona perfecta de quien fiarse cuando estás a merced de la naturaleza salvaje, indómita e implacable.

Volvimos al campamento e hicimos un tour nocturno antes de meternos en las hamacas. Vimos huevos de luciérnagas, que se entierran en las bases de los árboles y brillan, lo que espanta a los depredadores porque no la luz no la identifican con comida. Seguimos caminando y encontramos varias especies de tarántulas que sería mejor que no nos picaran, y percibimos los ojos brillar de animales al fondo del paisaje, (quiero pensar que eran monos), que vigilaban silenciosos todos nuestros pasos.
Volvimos al campamento y teníamos una sorpresa guardada, era el cumpleaños de Sara y no encontramos mejor lugar para celebrarlo que un sitio que no sabríamos situar en el mapa. Un poco de piraña y vino caliente para festejar un 34 cumpleaños que no olvidará nunca.
Había llegado el momento de descansar. Encontré en la hamaca colgada de los árboles el mejor lugar para descansar del mundo. Mis ojos y mi cansancio ignoraron los sonidos ensordecedores y el festival de vida que se celebraba alrededor de nosotros.

Nuevo madrugón. La noche me había sentado genial. Debajo de nosotros habíamos dejado las mochilas cubiertas con un chubasquero, y al amanecer descubrimos que los monos habían estado intentando abrirlas. Por suerte para nosotros no lo consiguieron.

Seguimos el rumbo y descubrimos que el mejor ungüento anti-mosquitos se extrae del olor que segrega una especie particular de hormigas. Debíamos dejar que nos recorrieran los brazos y extendernos su esencia sobre la piel.


Encontramos un árbol del que emanaba líquido blanco similar a la leche, que se podía beber y era medicinal.

Comimos gusanos blancos al grito de ‘Hakuna Matata’, lo que aportaba proteínas y era comida habitual de las tribus indígenas.
Encontramos una planta con hojas tan afiladas que se utilizaban para hacer cuchillos.
Visitamos el árbol más alto y más antiguo de la zona.

Aprendimos a hacer bandejas con raíces y cucharas con hojas.
Y escuchamos cómo funcionaba el ritual de las ‘Formigas de Caldeira’, el mayor dolor que puede infligir un animal tan pequeño dentro de la jungla a un ser humano. Si estas hormigas te muerden, un dolor intenso y en ocasiones mortal, recorre el sistema nervioso y te hace preso durante 24 horas. Así, sufriendo esta dolencia de forma voluntaria, los adolescentes de la familia de Josuel pasaban a ser considerados hombres de pleno derecho en el resto de la tribu.
Todavía quedaba una última sorpresa. Tras varios días sin electricidad, sin Wi-Fi, sin agua corriente, (no nos bañamos por miedo a encontrarnos pirañas), sin tantas cosas… y con tanta vida alrededor, fuimos a despedirnos de Mirella y de su familia.



Josuel les había adelantado que había sido el cumpleaños de Sara y nos dedicaron una fiesta sorpresa con un delicioso manjar como colofón, una suculenta tarta de chocolate casera hecha por los habitantes del Amazonas.

Hablar del Amazonas es hablar del todo, y de la nada. Es el lugar del planeta donde me he sentido más insignificante y más afortunado al mismo tiempo. Donde la vida se abre paso y abruma, donde el peligro está escondido debajo de una araña de tres centímetros, o de una anaconda de diez metros, en el aguijón de un mosquito o en los colmillos de un jaguar. Es un lugar inhóspito y hechicero. Embaucador por su belleza y donde no se permiten errores. Por el día es un festival de colorido, de movimiento, de vegetación infinita y animales exaltados. De tucanes, de águilas, de pájaros de todos los colores que decoran tu viaje. Por la noche es un concierto de músicas que emana de todas las fuentes de vida, de sonidos de mil tipos y de una inquietante oscuridad que envuelve un misterio imposible de desvelar.
Si quieres huir de los tours donde tienen a perezosos atados a un poste, delfines rosados en piscinas y falsos indígenas con deportivas esperando hacerse la foto con el turista, tienes que confiar en alguien que conozca la jungla, que haya nacido en la jungla, que se maneje mejor en la jungla que en la ciudad. Nosotros nos pusimos en manos de Josuel, y no nos equivocamos, nos ofreció unos días que nunca vamos a poder olvidar.

Gracias Sara, gracias Álvaro y Bruna, y por supuesto gracias nuestro guía y a la familia de Mirella, por hacer de nuestra aventura en el Amazonas un capítulo inolvidable en el cuaderno de experiencias TOP de mi vida.
